¿Cómo
explicar quién soy yo? Pues solo diciéndolo. Soy un piano de cola Yamaha, que
vive en la tienda de música más cercana al palacio de Las Bellas Artes.
Normalmente así me presento cualquiera que pregunte, y en efecto, hay quien
pregunta, pero por lo general la gente me ignora y solo unos pocos se atreven a
tocar música en mí.
Podría
pensarse que por la ubicación de la tienda y el tipo de piano que soy, tocan en
mí a Back, Chopin o a Beethoven, pero es incorrecto si es lo que piensan. La
mayoría de las personas son amateurs que apenas saben la escala música y al
algunos arpegios. Poco común es se acerquen profesionales interpretes a tocar
en mí los maestros antes planteados. Fuera de eso, soy el piano de la tienda,
por lo que no me ponen en venta. De igual manera, los dueños actuales no vienen
a probar mis a veces polvorientas teclas, y los encargados del lugar se les
tiene prohibido probarme, a menos que un cliente lo desee. Toda la situación es
un tanto decepcionante para un instrumento musical.
En
fin. La historia o crónica, como sea que le ponga el sujeto escriba de estas
líneas, es sobre Anastasia Belén Huerta: una contemporánea del arte musical. Ya
sea por sus varias Sinfonías escritas y presentadas directamente del borrador,
similar a Mozart; ya sea por sus interpretaciones en 15 instrumentos diferentes
de música popular y clásica; o ya sea por la dirección de al menos 3 orquestas
sinfónicas y filarmónicas, por al menos 2 años cada una de ellas, es un
personaje que solo por la radio de la tienda ha podido cautivarme y
maravillarme por completo, así como tener un deseo casi bestial (irónico porque
no soy ningún tipo de animal) de sentir sus creativas manos en cada Do, Re, Mi,
Fa, Sol, La y Si de mí ser.
Fue
escuchando una de sus presentaciones en el palacio de Las Bellas Artes, cuando
entro al lugar una mujer de baja estatura, piel morena y manos delicadas, tanto
como el pétalo de una rosa, buscando un piano de cola (ya se pueden imaginar lo
que viene a continuación).
El
encargado, antes de atender a la mujer, le dijo con murmullos a uno de sus
compañeros que, aquella mujer era la tan escuchada y única Anastasia Belén
Huerta. Como podrán imaginarse, mi reacción a lo anterior fue de tal magnitud
que…esperen un momento, ¿esté sujeto habla sobre las reacciones en un objeto
inerte? Que despistado.
El
caso es, se acercó Anastasia a mis no limpiados, por cerca de 2 semanas,
dientes blancos y negros. Pidió un pequeño trapo y con el mayor esmero posible,
evito hacer sonar una sola nota de mis 11 octavas, y limpio cada rastro de
polvo en ellas. Abrió la tapa de mi cabeza para poder escuchar unos cuantos Doos,
Soles y Sies. Después de probar algunos arpegios, mi cuerpo se encendía como
volcán, urgiéndome que tocara un poco de su tanto y diverso conocimiento
musical. Deseaba tanto escuchar de forma entera y fluida su experiencia en mí.
Anastasia
solicito un banco para sentarse cómodamente a la orilla del mismo, a la usanza
de cualquier pianista. Empezó a calentar un poco las manos, abriéndolas y
cerrándolas, dando círculos con las muñecas y estirando un poco el cuello. La
preparación era algo vital para ella.
Puedo
recordar que tenía yo lo duda, si dar o no, mis sonidos en su máxima calidad,
esto desde el principio de la pieza, o solo cuando fuese el climax de la misma.
Si me escucharía ella como si fuera otro cualquiera, o como el viejo
instrumento que su sonido ha envejecido pero no ha amargado. Tenía mucha duda,
pero pronto ella se acostumbró a mi sonido y yo a sus delicadas manos.
A
veces ella respiraba profundamente, mientras mis notas más graves y tristes dejaban
mi cuerpo exhalar. Otras veces yo podía predecir la siguiente nota que fuese a
sonar, pero solo en mente, porque sus agiles manos tomaban el timón y me
conducían por las fieras, y bellas majestuosidades que su mente maquinaba.
Llego
un punto de la pieza en el cual pude escuchar unos gemidos prácticamente
inaudibles, que señalaban su ansia por mis voces y por querer llegar al clímax.
Podía incluso sentir su fuerte pulso en cada pulso de las partituras
imaginarias que traducía su cabeza, que ordenaba a los músculos de sus falangetas
se movieran, que me indicaban que voz gesticular.
El
clímax estaba por venir. Pasar del final de la entrada al “Concordio Allegreto
y Andante” de su bellísima interpretación. Predecía una pequeña escalerilla de
graves a cada vez más agudos al esperado momento, pero todo callo. Anastasia,
sus dedos y mis voces se enmudecían ante el último La sostenido de mis 11
octavas, en el cual no se hallaba diente mío alguno. Al siguiente instante el
encargado que esperaba terminase la pieza, al ver forzado el final, se acercó a
Anastasia para avisarle que ya tenían listo su pedido. No ha vuelto a aparecer
ella desde ese momento.
Toda
la noche quede en vela, había sido estupendo, magnífico e increíble, pero ¿Qué
tanto pudo serlo, si hubiese estado en su lugar, aquella, pequeña, humilde y
tan importante parte mía?
No
busco chivos expiatorios, ¿pero y si me hubieran concebido en el taller un poco
más resistente, no habría desaparecido ese único La sostenido, y tendría una
aún más impresionante crónica o historia, como sea que el sujeto que escribe la
intitule, que contar? ¿Y por qué los encargados no me cuidaron lo suficiente
para que ese único concierto, esa rara coincidencia no planeada, trascendiera
en las páginas de la historia?
Quien
menos culpa tiene es Anastasia, pero ¿cómo pudo olvidar que la última nota de
la entrada, primera en el “Concordio Allegreto y Andante”, y única vez que se
toca aquella en toda la pieza, no estuviera donde debía estar? Así habría
evitado la maravillosa y tremenda experiencia de mi vida estuviese incompleta.
Solo
deseo, que otro día, llegue Anastasia, la tecla de La sostenido este en su
lugar y terminemos lo inconcluso aquella vez.
Fin